Su grandeza quedó
oculta tras las ramas desnudas. Se oía el canto extraño de un pájaro
desconocido, invisible a sus ojos. Ya tiraron sus hojas esos árboles que
seguramente en primavera renacerían milagrosamente; mientras tanto, su altura
los convertía en dueños de aquel paisaje vestido todavía de invierno, aunque
las delicadas gardenias se mostraban
casi lujuriosas por su color rojo, su sencillez provocativa a pesar de su poca altura
casi rozando el suelo. La nieve, lejos, muestra otro misterio, el del silencio absoluto,
cercano a la muerte, suavizado por un ligero resplandor blanquísimo, azulado,
frío.
Contempló esa tarde la última exhibición de aquellas
nubes suaves y algodonosas. Respiró un
aire tan puro, tan ajeno a su rutina que no sabía si su pecho podría soportarlo. Cerró los ojos. Ahora entendía
porque los viejos eran tan felices en aquel lugar que rozaba el cielo, hoy,
ocupado por una luna rechoncha, atrevida, desafiante ante el azul salpicado de
estrellas, aquellas que en la ciudad nunca se mostraban.