Era sábado. Se asomaron al balcón. Vieron
una figura vestida de negro con las manos cruzadas sobre el pecho; caminaba con
pasos rápidos, acompañada de un monaguillo tocando una campanilla. Hoy, la
calle se veía extraña. Los niños
salieron a jugar. Al ver la madera con un cristo dorado, apoyada en la pared
encalada, los ojos infantiles adivinaron
que algo grave había pasado aquella mañana. Tocaron la tabla apoyada junto a la
reja. Tras el hierro, descubren un cuerpo
dentro de una caja, sobre la mesa, hinchado, enorme, completamente
rígido, rodeado de velas encendidas, temblorosas. Alrededor del cadáver, un grupo de mujeres
sentadas, vestidas de negro, emitían
extraños sonidos en un idioma que no conocían; una decía algo, otras
contestaban.
Era la primera vez que veían un muerto. Indiferentes,
volvieron a sus juegos. Una mujer salió de la casa pidiendo a voces un poco de respeto.
El silencio y el calor abrasador se instalaron en el aire hasta las cinco de la tarde.
Luego, un coche rarísimo, negro, adornado con coronas de flores aparcó junto a la puerta. Entonces, sacaron la caja, ahora cerrada, para depositarla cuidadosamente dentro del vehículo.
Cuando lo vieron alejarse lentamente, los niños respiraron aliviados; ahora, sobre la calle polvorienta y seca se desliza una pelota de alegres colores.
Solar con juegos
1950
Fotografía de Francesc Catalá Roca
2 comentarios:
Me gusta cómo contrapones en la narración toda la liturgia mortuoria con el estallido de vida de los niños y sus juegos. Esa pelota es un símbolo de vida sin duda.
Por lo demás, la escena me recuerda algunas vividas en carne propia cuando era niña en el pueblo de mi padre.
Un abrazo.
Isabel, así era, para los niños, la muerte no tenía esa faceta trágica. Abrazo.
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