Tranquilamente va refrescando la tarde y el atardecer se demora. La montaña se tornó negra y en sus contornos asoman reflejos dorados. El sol se esconde dejando un rastro luminoso. Se han encendido las farolas. Los niños patinan por la explanada de asfalto y los paseantes de perros absorben el salitre que salpican las rocas cuando las olas rompen sobre ellas. Los coches aparcados de cara al mar se convierten en espectadores privilegiados del prodigio. Caminamos sin prisa para recibir la frescura del aire de octubre.
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