Miguel Rodriguez
Acosta
2000
óleo sobre lienzo

El niño abre los ojos, se despìerta al oír gritos, golpes, llanto. En ese cuarto hacía demasiado frío. Se levanta. Va hacia el pasillo, lentamente, con el corazón a punto de saltar de su pecho. Nota ese helor húmedo que siempre está presente en la casa demasiado grande. Con cuidado, mira como un haz de luz sale de la puerta siempre cerrada que ahora se mueve, se abre con fuerza. Un golpe seco silencia el grito de la sombra gigante de ese cuerpo que corre y se hace más pequeño, tanto, que cuando el niño entró valientemente en la habitación no tiene a quien enfrentarse.
Ahora, él había desaparecido, solo quedaba un charco de sangre y barro en el suelo. El frío ya no era tan intenso. Una nube de aire tibio envolvió el abrazo tímido a la mujer que ahora le sonreía con labios temblorosos.
Ahora, él había desaparecido, solo quedaba un charco de sangre y barro en el suelo. El frío ya no era tan intenso. Una nube de aire tibio envolvió el abrazo tímido a la mujer que ahora le sonreía con labios temblorosos.